Me hiciste casado

Escritos

El Verbo se hizo carne. Es el gran anuncio del mundo cristiano: Se hizo igual a nosotros en todo, menos en el pecado. Para salvar y elevar a los perdidos, se mete en medio de ellos para elevarlos desde allí. Se inculturó. Es hijo de un pueblo, de su cultura, lengua, historia, luces y sombras para desde allí anunciar y establecer el mundo nuevo: ¡el Reino de Dios ha llegado! En la cripta del templo en Nazaret sobrecoge leer: ¡Aquí el Verbo se hizo carne!

La palabra es INCULTURACION. Y con eso advierte a los que llevarán su mensaje que ese anuncio se ha de aceptar y se ha de vivir desde las coordenadas culturales de los que reciben el anuncio. Algunos misioneros europeos lo entendieron: Mateo Ricci se hizo mandarín y sabio chino; Juan de Brito, hindú; José de Anchieta, indio tupí; los sacerdotes obreros franceses y españoles en la fábrica y en el sindicato; españoles y americanos aquí, jíbaros. Y allí, y desde allí, entender a Dios y su salvación.

Como sacerdote en el ministerio de la pastoral conyugal y familiar siempre se me lanza la pregunta: ¿si usted no está casado cómo se mete en eso?, ¿qué autoridad tiene? He tenido que responder de muchos modos. Tampoco los siquiatras -normalmente- son esquizofrénicos y los curan. De forma más suave decía: ¡yo no soy gallina y no pongo huevos, pero sé cuándo el huevo está podrido y cuándo empolla! Desde lejos se observa mejor que desde dentro; desde el helicóptero se comprende mejor el bosque, no el árbol. Es decir que, desde la renuncia al amor conyugal tiendo la mano a los que recibieron esa misión. En ese sentido he tenido que hacerme casado. La obediencia, que me asignó este ministerio sin yo pedirlo ni buscarlo, me hizo casado. He tenido que inculturarme.

Me siento como el ángel Rafael, enviado por Dios por acompañar al joven Tobit a recoger una deuda y encontrar una esposa, que multiplicara el mundo de los verdaderos creyentes. No se casó Rafael, ni capturó el pez del río; observaba y daba direcciones para que el muchacho llegase a cumplir la misión encomendada. Como Rafael me alegro al verlo casado, y gozar del salto de alegría el viejo Tobías que recobra la vista y mejora su maltrecha economía.

Inculturado me gozo con los aciertos y alegrías de mis amigos. Me he gozado cuando constato que vencieron dificultades que perturbaban y agriaban su intimidad conyugal. Me gozo con los hijos cuando se reciben y se bautizan. Me duelo profundamente con los que delinquen en el camino. Lloro con los que han perdido algún ser querido, o cuando zozobran sus economías, o el hijo se mete en malos pasos. El problema, y la solución, es de ellos. Los siento como míos. Como su compañero he llegado a valorar y entender más profundamente que nunca lo que es el amor conyugal. Me duele más ahora el haberlo renunciado, pero entiendo que por eso se renuncia, porque es la perla preciosa que otros dejaban de lado porque resultaba muy costosa. He llegado a entender que el celibato sacerdotal no es como un sacrificio de algo delicioso, sino una misión paralela a la de los casados. Y por eso ambas vocaciones la Iglesia las consagra con Sacramento.

Son las dos alas del guaraguao, que lo mantienen en el aire con rumbo al infinito, a los brazos del Padre. No me casé y la obediencia me casó sin remedio. Esos a los que trato son mis compañeros de viaje y del trabajo con otros. Y veo que ellos también así lo entienden. No me puedo sentir lejano y apartado de ellos, como si fuera yo algo más excelente y cercano a lo divino. Vamos en el mismo barco. Vamos al mismo puerto. Ese puerto en que la fe se acaba, porque ya veo; la esperanza termina porqué gané el premio deseado. Y entonces solo quedará el amor, el amor infinito del Padre, que ellos vivieron en su forma humana, y yo en la forma paralela que me pidió inculturarme.

Padre Jorge Ambert, S.J.

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