El lenguaje bíblico del Génesis se vale del recurso del mito, el cuento, para plasmar ideas religiosas profundas que el Espíritu Santo revela a las comunidades que nos legaron en libros las persuasiones de entonces. Por eso, no nos concentramos en la letra, ni en sus posibles contradicciones, sino en lo anunciado como intuiciones profundas. Entenderlo de otra manera nos problematiza. Es la dificultad en que se enredan los grupos fundamentalistas.
Son hermosas las verdades que surgen del relato. Por ejemplo, la pareja (no Adán solo) es lo máximo en la gradación de seres creados. Sale en la última etapa creativa. Y vio Dios que era muy bueno. Y vio en esa pareja “su reflejo, su imagen y semejanza”. A esa pareja le concedió el dominio sobre toda la creación. Con una condición: reconocer la soberanía absoluta de Dios, el único que puede comer del árbol de la ciencia del bien y el mal.
En el segundo relato de la creación, más primitivo, más material, Dios crea primero a Adán y a él le encomienda su universo. Pero Dios se da cuenta de que su creación es imperfecta porque Adán domina la creación, pero no intima con ella. Adán domina al caballo, al río, al bosque. Pero no comunica de tú a tú con esa creación. Y como su arte está incompleto, Dios piensa en llenarlo con la mujer. Y esta mujer ha de ser producida de algo del mismo varón, de su misma materia, de su costilla, para que Adán entienda que ella es algo de el mismo. Para que con ella pueda intimar, comunicar. Para que la ame. Dice un poema “no la creó de su cabeza, para dominarla, ni de sus pies, para que la humillarla sino de su costilla, cerca de su corazón, para que la ame”.
El mensaje es sublime. La raza humana está completa cuando a esa raza, en Adán, se la completa con Eva. Esa comunicación que le falta a Adán, y que le producía tristeza y soledad en medio de su riqueza, la encuentra en Eva. Esa corriente que emana de un ser hacia otro, para llenar a ese otro de lo que yo tengo y comparto, se llama amor. Y Adán lo encuentra ahora en Eva. Por eso grita: Esta sí que es carne de mi carne… es mi otro yo. Y se compromete a no valorar ninguna otra cosa sobre esta que es su yo fuera de su yo. Eva es, por tanto, el amor hecho carne, visibilizado, materializado con la obligación de lograr entre los dos “una nueva carne”, un nuevo ser: el matrimonio.
Esa verdad profunda y luminosa se plastifica en un cuento: la operación de Adán mientras dormía. Por eso, aunque Adán tendrá muchas relaciones con la creación que Dios le regaló, su relación con Eva de ningún modo es como las otras. Es una relación de amor, de respeto, de admiración, de buscar el bien para esa persona, de comprensión profunda. Es relación que rompe el molde. Por eso San Pablo dirá más adelante: “amar a su mujer es amarse a sí mismo, y nadie desprecia su propia carne”.
Ante este hecho surge el error de otras épocas, en que veían a la mujer como algo imperfecto. Creían que la generación perfecta daba un varón. Si era mujer, el proceso se había malogrado, quedó en la mitad… Caen al suelo las concepciones que reducían a la mujer solo a parir y estar dentro de su casa, y mucho menos a estar tapadas como un sorullo para dejarse ver sólo de su varón. Es increíble que no se le reconocieran derechos iguales cívicos como a varón: votar, tener propiedad… Es triste que se la presentara como una posesión del varón, como el que cuenta los tractores, o carros, y sus cuerdas de tierra. Ante Adán es igual en dignidad y respeto, porque es un pedazo de él, brota del mismo tronco. Poéticamente lo canta José Luis Rodríguez al entonar: “Entonces de la mano del Señor surgió el amor hecho mujer, para calmar y compartir el frío y llenar la tierra con los hijos infinitos».