Se me quejaba un esposo: “Es que no podemos seguir juntos; somos totalmente diferentes. Ella vive profesionalmente en el ramo de la salud, yo me intereso en la agricultura, el campo; ella goza con los ritmos de salsa, a mi me gusta la música campesina; ella es demasiado sociable, yo quiero una vida tranquila. Somos diferentes. No podemos seguir”. Yo por dentro pensaba; “Y qué deseas? Que ella se acople y sea un clon de tus gustos, habilidades y preferencias? Eso sería una solución egoísta: que el mundo sea como yo y seremos felices”.
El diálogo prosiguió, de parte mía, en tratar de considerar eso que separaba como algo que enriquecía. Según la ley el matrimonio es un contrato civil que crea una nueva sociedad de bienes gananciales. Lo que uno posee también es del otro. ¿Por qué no ver esas diferencias como riqueza que ambos aportan a esta relación matrimonial? Si consideramos la relación como una suma, por amor, de todo lo que yo soy, para enriquecer al otro ser amado con lo que yo le regalo, y solo yo le regalo, consideraríamos las diferencias como suma de riquezas, no como resta que amengua la felicidad. Y si queremos que el mundo cambie, y sea como yo soy, viviría en un mundo imposible. Y crearía una dictadura en que solo prima un único pensamiento: el del dictador. Y las dictaduras terminan como la de Trujillo, cosidas a balazos.
Luchar por conseguir ser iguales, es vano empeño. Nadie puede pretender, ni permitir, que el hombre sea plasmado a imagen y semejanza de ninguno. Nadie puede pretender sustituir al Creador en este trabajo, el más sagrado del ser humano. En la pareja ocurre esta situación cuando uno de los dos se empeña en cambiar al otro para que se acomode forzosamente a sus necesidades. Y nacen los desaciertos. El que es incapaz de ser libre pretende que todos sean esclavos. El que teme al amor querría que todos secaran su corazón.
La solución es gritar, como el Eureka que gritó Arquímedes, “viva la diferencia!”. Lo que yo, varón, no soy ni tengo, ahora lo tengo porque ella me lo proporciona. Si “mi amado es para mi y yo soy para mi amado”, como reza el Cantar, con ella yo , varón, me enriquezco. El sentir del genio femenino, que no tengo porque soy masculino, ahora lo tengo, lo siento, lo soy, en mi unión con ella. Es como el cursillista que grita: “Cristo yo mayoría aplastante”. En esta unión yo llego a ser, en parte, lo que ella es, y ella lo que yo, masculino, soy. En la esfera del reloj de la perfección humana yo subo de las 6 a las 12 como masculino. Pero desde las 12 hasta las 6 entro en el círculo femenino. Ella lo mismo, pero al revés. Entre los dos conseguimos la suma de la experiencia humana. Una imagen sería Jesús, que es Dios como el Padre, pero también humano como nosotros, menos en el pecado.
En suma, no hay que ver las diferencias como amenaza sino como crecimiento. Y si es verdad que el amante tiende a asimilarse al amado, nos esforzaríamos por conseguir en algo eso que la otra persona es y tiene. Viendo de forma positiva lo que sufrió una esposa con su esposo adúltero, proclamaba: “conmigo no bailaba salsa, ni le gustaban las lecturas. Con la otra aprendió la salsa y lee. Ya conmigo, reparada su ofensa, yo he salido ganando: conmigo lee y baila salsa! Me lo devolvió mejorado! Arjona lo canta: “Tu vas al Banco y yo prefiero la alcancía; oigo Serrat y tu prefieres Locomía. Tu vas al punto, yo voy por la fantasía. Parece que el amor no entiende de ironías.” En último término es el amor, el deseo de hacerle bien al amado, lo que dicta la solución ante las diferencias.